7 de septiembre de 2012

Otra cumbre más para salvar la Tierra

Periódicamente desde hace unas décadas se celebran reuniones internacionales para intentar paliar el deteriorado estado ecológico de la Tierra. Paralelamente, de los principales indicadores ecológicos (relacionados con la pérdida de hábitats, de especies, con la contaminación, con la deforestación, etc.) se puede extraer una paradójica correlación: más cumbres, más deterioro. Obviamente hay una relación no causal entre ambos hechos. Lo que en principio puede parecer desconcertante es que la relación no sea a la inversa: a más cumbres, menos deterioro. Es decir, que de esas cumbres salieran medidas que pudieran corregir el rumbo de los acontecimientos de manera eficaz. Sin embargo, esto ha sido más la excepción que la regla (incluso las excepciones podrían ser discutibles). ¿A qué se debe esto? Se suele decir que la incapacidad de estas cumbres para atajar algunos de esos problemas ecológicos se debe a la “falta de compromiso político”. Parece, no obstante, una razón discutible desde el momento en que el hecho de llevar a cabo este tipo de reuniones demuestra cierto grado de preocupación y “compromiso político”. La descripción general de este proceso podría describirse como sigue: “Los intentos de resolver los problemas ambientales consisten en luchas y negociaciones entre diferentes facciones, algunas de las cuales son dominantes en un momento concreto y otras en otros. La línea que siguen las luchas varía según las cambiantes tendencias de la opinión pública. Éste no es un proceso racional, ni es probable que pueda ser dirigido para lograr una solución oportuna y eficaz del problema. Los principales problemas sociales, si llegan a ser totalmente “resueltos”, raramente, o nunca, lo son mediante un plan racional y detallado. Simplemente se resuelven por sí mismos mediante un proceso en el que varios grupos competidores, que persiguen cada cual sus propios intereses (Nota 23) (normalmente a corto plazo), llegan (generalmente por pura suerte) a una situación más o menos estable.” (‘Los más simples problemas sociales han demostrado ser irresolubles’, La sociedad industrial y su futuro, Pág. 98)

A modo de pequeño ejemplo, tomemos el problema ambiental de los incendios forestales en España. Actualmente, a grandes rasgos, una facción política se inclina por el endurecimiento de las penas para los que provoquen incendios, otra por una mayor inversión en los medios de prevención y extinción; sin embargo, resulta difícil esperar resultados positivos de ambos tipos de medidas desde el momento en que el problema ecológico básico reside en la alteración del régimen natural de incendios al que está adaptada la vegetación de estas tierras (consúltese “Fuego y evolución en el Mediterráneo”, Juli G. Pausas, Investigación y Ciencia, agosto 2010). La supresión de los incendios no sólo se busca por intereses económicos sino también por cuestiones de seguridad (peligro para las infraestructuras y las personas). Una de las consecuencias no previstas de esa política de gestión del medio natural ha sido, paradójicamente, el aumento del número de grandes incendios. No obstante, parece difícil un cambio en las facciones políticas que predominan hoy puesto que son un reflejo bastante fiel de a lo que se dedica el complejo sistema social en el que vivimos: intromisión en los ecosistemas y en los procesos naturales para sacar el mayor partido posible. Está por ver si aparecerá algún día una facción política que defienda una gestión del paisaje y de los ecosistemas como la que defiende Pausas (“gestionar el paisaje y los ecosistemas para reducir los daños que producen los incendios en los humanos (muertes y destrucción de infraestructuras), al propio tiempo que se generan regímenes [de incendios] ecológicamente sostenibles”). Si eso ocurre y al margen de otros importantes factores que habría que tener en cuenta, sólo por lo señalado en la anterior cita del Manifiesto de Unabomber haríamos bien en no esperar que este problema fuera resuelto gracias a una gestión planificada. De hecho, cabe desarrollar un razonable rechazo de cualquier tipo de gestión planificada de la sociedad (y de sus relaciones con su entorno) dado que “Las sociedades se desarrollan mediante procesos de evolución social que no se hallan bajo un control racional humano.” (‘Algunos principios acerca de la historia’, La sociedad industrial y su futuro, Pág. 77)

Las sociedades actuales son complejos sistemas sociales que se caracterizan por su incapacidad de contención de su propio desarrollo y expansión. En el pasado, la contención del desarrollo se producía generalmente por circunstancias externas (competencia con sistemas rivales, condiciones ecológicas, etc.). Pero, ¿por qué no gobiernan su propio desarrollo? ¿De verdad no se puede llegar a controlar el rumbo de estos sistemas sociales?
Mucho han cambiado las sociedades humanas desde el Paleolítico, compuestas entonces por nómadas dedicados a la caza, la recolección y la pesca. Una carrera hacia la complejidad social y la posterior búsqueda del progreso nos ha llevado hasta la civilización tecnoindustrial actual. Todo este proceso de evolución social no estuvo bajo la planificación racional de nadie. Los que se han presentando como éxitos y grandezas que ha traído esta civilización ahora se enfrentan a algunos de sus costes y consecuencias más graves (crisis de la biodiversidad, cambio global en la biosfera, problemas derivados de la superpoblación, etc.). Si por algo destacan las sociedades que son ejemplo de esa civilización tecnoindustrial, es por sus altas tasas de extracción, transformación y consumo de todo tipo de materias extraídas de la naturaleza. Es un rasgo esencial que las ha permitido llegar hasta el día de hoy superando a sus rivales. El bagaje cultural que han atesorado se fundamenta en el desarrollo de tecnologías que acaban exprimiendo todo lo que la naturaleza pueda ofrecerles. Hasta el día de hoy, eso es lo que principalmente les ha procurado el éxito, lo que les ha hecho prevalecer. Por eso es muy chocante escuchar a los bienintencionados pidiendo al conjunto de estas sociedades que dejen de ser así y que cambien por las buenas uno de sus fundamentos: una incompatibilidad manifiesta con la naturaleza salvaje.

Con ese tipo de peticiones, ocurre lo mismo que con las cumbres para “salvar la Tierra”. Sus objetivos chocan con la forma de ser de la sociedad tecnoindustrial, forma de ser que no puede ser objeto de una planificación racional. Lo cual no quita que a nivel ideológico y mediático tengan una repercusión importante. Al fin y al cabo, todo el discurso del “desarrollo sostenible”, puesto en auge en los últimos 25 años al cobijo de estas cumbres, se puede resumir en un lema concreto: “que la naturaleza no estropee los derechos y el desarrollo humanos”. Una renovación de un viejo antropocentrismo. Si bien es cierto que los defensores del desarrollo sostenible invertirán los términos del lema para seguir engañándose: “que los derechos y el desarrollo humano no estropeen la naturaleza”.
Si considerásemos todo este asunto cambiando la especie animal, es decir, que fuera otra especie distinta del Homo sapiens la que se estuviera extendiendo y aumentando su número produciendo con ello un gran estrés sobre los ecosistemas, las consecuencias generales estarían bastante claras. Se llegaría a un punto a partir del cual los ecosistemas no podrían sustentar a esa población y la población de esa especie acabaría declinando inevitablemente. En nuestro caso, mejor nos convendría deshacernos de este sistema social lo antes posible.